Mis estrías, varices y granitos habían llegado a ese punto donde ya no se sentían como parte de mí, sino como esos inquilinos incómodos que invaden tu casa y se creen con derechos.
Así que decidí hacer algo.
Primero lo primero: las estrías.
Las tengo desde la secundaria, y aunque nunca me traumaron, sí me daban ese mini bajón cuando me ponía short. Probé de todo: aceites, cremas milagrosas, exfoliantes con café. Y la neta… el truco fue la constancia. Una mezcla de aceite de almendras + vitamina E que me ponía diario, y sí, tardó, pero bajaron el color y la textura. Y cuando ya me quise poner pro, me animé al láser fraccionado. No fue barato, pero tampoco fue un lujo de ricos. Fue ese gusto que te das una vez para cerrar ciclos con tu piel.
Las várices… ay, esas sí me hacían sentir señora a mis 20 y tantos.
Ahí no me fui directo al bisturí. Empecé con compresas de vinagre de manzana (mi abuela juraba por ellas) y subiendo las piernas contra la pared mientras veía series. Suena ridículo, pero ayudó a desinflamar y a que se notaran menos. Cuando ya dije “ya basta de soluciones de TikTok”, fui a que me hicieran escleroterapia. Esas cosas se van con piquete, literal. Duele poquito, pero vale la pena. No tan caro como un viaje, pero sí como una escapada de fin de semana.
Y el acné… ay, el eterno enemigo.
A mí me dio adulto, no adolescente, así que me pegó directo al ego. Empecé con mascarillas de avena y miel (porque TikTok, obvio), luego el agua de arroz, el té verde como tónico. Y funcionaban… a ratitos. Hasta que por fin fui con una dermatóloga que me recetó un tratamiento en pastillas + limpiezas profundas. No fue barato, pero tampoco impagable. Más barato que el iPhone nuevo, eso seguro. Y lo más importante: mi piel dejó de pelear conmigo.
Y sí, también hay soluciones más rápidas y permanentes que valen cada peso si las eliges con cabeza. No necesitas hacerlo todo a la vez. Solo necesitas quererte lo suficiente para intentarlo.